Libertad. Jamás pobreza, ni extraño. ¿Hastío? Podría ser a ratos. Conmiseración, nunca. Sí, es libertad la palabra que elijo para describir a Adelmo Farandola. Cuando leí su historia, en todo momento recordé una de mis frases favoritas del rapero catalán Mucho Muchacho, “la primera vez que le vi, no caminaba por un jardín de rosas, pero en esa calle sucia era lo único que relucía”. Adelmo Farandola es el protagonista de la novela del italiano  Claudio Morandini, Nieve, perro, pie (2017) y editada en español por Edicola Ediciones.
El personaje y relato nacen de un encuentro fortuito entre el autor y un viejo de largas piernas, un sombrero inmundo y su perro, aún más desastroso. El escenario era la montaña, en el contexto de una jornada de trekking, donde Morandini conoce casi como un espejismo a este señor –que lo recibe a punta de piedrazos– y que se convierte en el pie forzado de una de las mejores y más crudas novelas que he leído en el último tiempo.
Adelmo Farandola vive en soledad por decisión propia. Pero el mundo lo empujó a eso. La crueldad del mundo, más bien. Se escondió de la guerra y vivió por demasiado tiempo dentro de una pequeña cueva donde solo cabía él y los insectos con los que se alimentó. Conoció el frío terrible, el hambre voraz y la inmundicia del ser humano, pero también la tranquilidad del silencio y lo cómodo de vivir con poco. No solo se acostumbró, sino que encontró felicidad y paz interior.
La montaña es su nuevo hogar. El invierno llega, y además de traer el frío y llenar de blanco el paisaje, la nieve oculta trozos y cadáveres de diversos animales. En esta tierra inhóspita, Adelmo Farandola reluce. Para el pueblo a los pies de la montaña, él es un ser peculiar. Pero él odia a la gente, incluso su hermano es un recuerdo lejano. Es que Adelmo Farandola ya no tiene mucha memoria, pero vive tranquilo con eso. La consigna “menos es más” la lleva grabada en todo su cuerpo, en las frágiles paredes del refugio donde reside, en los senderos que recorre. No se baña ni se limpia el trasero hace años y su piel acumula costras de suciedad que perfectamente se transforman en alimento cuando ya no queda nada.
Por eso es extraño que Adelmo aceptara al perro, que llega de la nada y se queda, en cierto modo,  como la conciencia de Farandola, como una mera extensión, su otro yo. En la misma canción, Mucho Muchacho dice “chico (quieres) hablar con los animales”. El protagonista de esta novela tiene esa capacidad. Conversa con los animales y con los muertos. No lo tachen de locura, es que simplemente se lleva mejor con ellos que con los vivos. Si no me creen, pregúntenle al guardabosques que intentó tantas veces formar amistad con el eremita.
Hace poco, conversando sobre este libro, alguien me dijo que se sentía muy representada en Adelmo Farandola. Y creo que todos tenemos un poco de él. Todos odiamos a veces al resto y preferimos irnos a una montaña gris donde la nieve se mezcla con el barro y arrastra solo muerte y fealdad. Cada uno tiene su propio silencio. Ah, no he hablado del pie. No quiero hacerlo. Porque hay mucha nieve que excavar. Mejor subir a la montaña, leer la historia de Adelmo Farandola y no molestarlo más.

(David Agurto, Fundación La Fuente)

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